Aquel pibe de sueños módicos se convirtió en artista esencial de la Argentina, bandera de la vida y los derechos humanos: las celebraciones en el Centro Cultural Kirchner y Tecnópolis son apenas una de las demostraciones de amor hacia el hombre que tradujo como pocos las alegrías y pesares de un pueblo.
¿Por qué queremos
tanto a León? Es ocioso intentar una respuesta, porque en realidad la pregunta
justa es otra: ¿Cómo no vamos a querer tanto a León?
En la misma
descripción hay una clave: no se necesita más que decir León, que podría ser el
felino, que podría ser un adjetivo para definir a los audaces, que podría
interpretarse de muchas maneras, pero no. León es León. El apellido sale solo,
todos sabemos que estamos hablando de Gieco, pero en el corazón resuena esa
única palabra para identificar de inmediato a uno de los hombres más luminosos
de la cultura argentina.
Leoncito, como le
decía la Negra Sosa que también lo quería tanto -justo ella, otra leona de la
canción popular-, cumple 70 años. Y es lógico que haya un doble festejo, en el
Centro Cultural Kirchner y Tecnópolis, y que todos quieran celebrar con él, que
tocó con todos, que nos tocó a todos con sus melodías y con frases que queman,
que se levantan como bandera. Que transmiten una emoción que ayuda a tolerar
los dolores de las verdades que canta.
El pequeño Raúl
Alberto Antonio Gieco no soñaba con semejante recorrido. Cuando a los ocho
años, juntando los pesos de las changas como repartidor, se compró su guitarra
Calandria en cuotas, lo movía el fanatismo por Jorge Cafrune y la curiosidad
por un tal Elvis Presley. Lo demás era "el campo, el campo, el
campo": la casa familiar no estaba propiamente en el pueblo de Rosquín
sino tierra adentro -y eso es algo inseparable de él aún después de tanta urbanidad
y tanto viaje-, la música era lo que agregaba color y sentimiento a una vida
que ya estallaba de todo eso. Con el tiempo y con Los Moscos fue tomando forma
un deseo de que lo viera Pipo Mancera en Buenos Aires, que le hicieran una
prueba, que lo contrataran para un disco, volver al pago a tocar sus canciones
y retomar esa vida, abrir una frutería, una carnicería, seguir siendo Raulito,
Luli.
Pero con Los
Moscos, tratando de arreglar un equipo de guitarra, provocó un cortocircuito en
un club de Barranca, y su compañero Raúl Bacchieta lo rebautizó como el rey de
los animales. Y ese chispazo fue algo más. Mucho más.
A comienzos de
los '70, León se convirtió en un caso único. Un pie en el folklore y otro en el
rock, y los dos bien asentados. El feliz cruce con Gustavo Santaolalla, con
Charly García, con Nito Mestre, con María Rosa Yorio y Raúl Porchetto, abrieron
un universo sin fronteras estilísticas que le permitió atravesar todos estos
años pisando cómodo cualquier escenario. Tenía su guitarra, tenía su armónica,
pero tenía sobre todo un argumento inquebrantable, la autenticidad.
León podía cantar
las cosas del pueblo porque todo eso lo había vivido. Los hombres de hierro
eran los que habían instalado la tristeza en los ojos de los laburantes como él.
Los "crotos" a los que le cantaría en el 4° LP eran los que
fascinaban a su abuelo y a él mismo, aquellos que vivían en el país de la
libertad. El había vivido de cerca la sensación del pueblo azul que se vuelve
gris, del contraste entre la riqueza de los pudientes y la angustia de los
desposeídos. Gieco no cantaba sus canciones, las vivía.
Pero claro, los
artistas que vienen del pueblo, que forman parte de él, son un asunto incómodo
para el poder. León lo supo temprano. Homenajear a Víctor Jara en "Los chacareros
de dragones" (“Allá donde mil poesías gritaron/ cuando le cortaron al
poeta sus manos”), hablar de los que mataron por querer salvar un país en
"Ahora caete aquí", celebrar a un pueblo gritando libertad porque
John el Cowboy había matado al sheriff, no salieron gratis. El rock argentino
era entonces un movimiento si se quiere minúsculo, de ghetto, pero no pasaba
inadvertido para las mentes uniformadas, por fuera y por dentro. El fantasma de
Canterville fue mutilado por la censura. El aire estaba cargado de terror. Tuvo
que buscar refugio con su hermano de la vida en Los Angeles, vivir al día como
cuando era chico, escapar para no tener que callar. En eso, también, fue
auténtico.
Basta echar una
mirada a la trayectoria para comprobar que en los movimientos de León no hubo
cálculo sino instinto vital. Ni siquiera pudo advertir el potencial de himno
que tenía "Solo le pido a Dios", dentro de un disco grabado casi de
forma clandestina, sin asomarse demasiado porque Argentina era un gran campo de
concentración. Tuvo que oficiar el azar, que Charly lo escuchara en una visita
al estudio Ion y lo convenciera no solo de incluir la canción sino también
ponerla de arranque. En el conflicto con Chile de 1978 -y más tarde con
Malvinas- la canción se volvería símbolo, pero el mismo León se negaba a
tocarla en vivo hasta que el público, el pueblo, la coreó con tanta insistencia
que lo obligó a meterla en la lista de temas. Nunca más saldría de allí.
En los años de
plomo, en la famosa amenaza del "General Montes" que le mostró un
fierro por cantar "La cultura es la sonrisa" (un par de años antes de
registrarla en Pensar en nada), León forjó esa natural pertenencia a los
movimientos de derechos humanos que abrazó y lo abrazaron años después. A
comienzos de los '80, cuando la dictadura empezó su retirada, Gieco ya era
demasiado potente como para ser acallado. Pero no por insistencia de una
multinacional o un aparato de difusión: su regreso al país significó una gira
por el interior profundo sostenida por estudiantes, por pequeñas instituciones
que producían los shows. El mismo contacto íntimo con sus hermanos, y también
la génesis de un proyecto quijotesco y de enorme riqueza como De Ushuaia a La
Quiaca.
La historia
"moderna" -por decirle de algún modo- de León, la que encadena sus
discos y canciones de los '80 y los '90, es la fragua de uno de esos artistas
populares que no necesitan certificados ni premios, aunque les caigan por obvia
decantación. León nos ha regalado estrofas enteras que nos representan,
momentos que detienen el tiempo y nos explican, intercambios con músicos de
toda tendencia que hicieron de la juguetona frase "Orozco tocó con
todos" una pura verdad.
León nos dio una
de las canciones más hermosas que se hayan compuesto para recordar que los
pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. "La
memoria" produce cada vez un nudo en la garganta y el alma, una piel
erizada que no admite explicaciones. León está enlazado con la lucha de las
Madres, las Abuelas y los nietos, pero también con las pequeñas batallas
cotidianas de infinidad de personas que buscaron ayuda y se encontraron con una
generosidad aún mayor, con un artista decidido a estar donde sentía que había
que estar, sostener, ofrecer alguna esperanza. Muchas veces lo hizo en secreto:
otra vez, nada de cálculo.
Y como si su
viaje uniendo las puntas de un país no hubiera sido suficiente, encabezó un
proyecto de inclusión absolutamente único como Mundo Alas. Porque sí. Por pura
humanidad. Por su corazón incansable. Porque ni siquiera en tiempos de muerte
omnipresente bajó las banderas de la vida.
Por eso, por todo
lo que es imposible de encajar en las páginas de papel o en los caracteres de
pantalla, Gieco cumple 70 y todos queremos festejarlo con él. El solo quería
grabar un disco y volverse al pago, demostrar que el sueño con su guitarrita
Calandria no había sido una locurita del Luli. Tenemos la enorme fortuna de que
la historia ésta haya querido otra cosa. Que Raúl Alberto Antonio Gieco sea la
voz de un pueblo que no se resigna a la derrota. Que sea nuestro. Que sea León.
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